CRÓNICAS DE RAFAEL SÁNCHEZ ARMAS

SERÁS MÍA HASTA LA MUERTE

El tufillo patriarcal que tiene Rajoy estos días se le nota a la legua. También se le nota al rey que tienen los españoles y a muchos más que se oponen con vehemencia a que la independencia de Cataluña sea un asunto que discuta públicamente y que pueda ser objeto de referendo.

Regalarle al gobierno de Mariano Rajoy la legitimidad para aplastar el movimiento independentista en Cataluña equivale a regalarle la legitimidad a todos los órdenes patriarcales, y matriarcales también, donde hay cosas de las que no se puede hablar ni decisiones que se puedan tomar para cambiarles el rumbo.

El tufillo patriarcal que tiene Rajoy estos días se le nota a la legua. También se le nota al rey que tienen los españoles y a muchos más que se oponen con vehemencia a que la independencia de Cataluña sea un asunto que discuta públicamente y que pueda ser objeto de referendo. “¿Por qué quieren destruir España?” La misma cosa, con tono dramático, dice la pareja que no quiere el divorcio: "¿Por qué quieres destruir nuestra familia?". No es un asunto de destrucción sino de cambio. Hay gente que no quiere vivir más con su cónyuge y acude al divorcio, gracias al hecho de que el matrimonio ya no es más un vínculo indisoluble. Personas progresistas, que no dudarían un segundo en defender el derecho de cualquiera a divorciarse, se echan para atrás, sin embargo, cuando se trata de los vínculos nacionales. Yo no encuentro su postura defendible justamente porque evoca la arbitrariedad de los que atreven a decirle a su pareja sin empacho alguno, “Te quedas conmigo porque yo lo digo.”

Lo dicho hasta ahora depende, desde luego, de que prospere la analogía entre los vínculos personales y los vínculos nacionales que aquí he propuesto. Por tanto, teniendo la carga de la prueba, quisiera mostrar porqué esta analogía es razonable.

De acuerdo con una afortunada descripción, las sociedades modernas se caracterizan por el paso del estatus al contrato, esto es, por la superación de lealtades fijadas de antemano en favor de compromisos libremente adquiridos por cada individuo. Las constituciones modernas pueden leerse en esta clave. La primera libertad es la libertad de consciencia: nadie puede ser obligado a profesar una religión en la que no cree. De ahí en adelante, como en círculos cuyo radio se amplía cada vez más, la libertad individual abarca ámbitos de decisión tales como la familia, las asociaciones civiles de toda índole y los partidos políticos. Uno tiene libertad para escoger con quien se casa, con quien se reúne, con quien se asocia y con quien se junta para influir en la toma de decisiones políticas. ¿Por qué habría de detenerse esta libertad a las puertas de la nación? ¿Acaso es esta una entidad sagrada?

Ya Nietzsche había advertido que las naciones se habían convertido en los nuevos ídolos. Y hoy lo son para mucha gente. En el lugar de la vieja teología, ha aparecido una nueva de acuerdo con la cual los estados-nación se reservan el derecho de pedirle a cada individuo que muera por su país, si fuera necesario. Y, sin embargo, a esta nueva teología la vieja ya le ha hecho mella. El derecho a la objeción de consciencia le ha puesto un límite a la forma más extrema del poder los estados-nación. El reconocimiento de los pueblos que viven dentro de sus fronteras a separarse y a formar otro estado es, quizá, el siguiente paso en la revisión de esta nueva teología política. Se trata de una revisión que inmediatamente evoca el principio moderno del paso del estatus al contrato.

Hay suficientes ejemplos a la vista. Los estados-nación, que más recientemente han adquirido tal entidad política, lo han hecho mediante cambios constitucionales aprobados por el parlamento y también vía referendos. De ese modo voluntario han sellado su independencia. En 1992, los eslovacos le pidieron el divorcio a los checos, hicieron un acuerdo político y pacíficamente disolvieron Checoslovaquia. En el 2002, luego de años de oposición por parte de Indonesia, los habitantes del que es hoy Timor Leste tuvieron la oportunidad de decidir si querían independizarse y eso fue lo que escogieron. En el 2006, los habitantes de Montenegro, una región que había hecho parte de Yugoslavia y que estaba atada a Serbia, participaron en un referendo en el cual el 55,5 por ciento votó por tener un estado-nación propio. Previamente, de manera unilateral, la Unión Europea había fijado en 55 por ciento de los votos el umbral para aceptar como válida la independencia montenegrina. Podría seguir con más ejemplos.

Hay uno que quisiera mencionar antes de seguir con la discusión sobre el principio aplicable al caso de Cataluña: la independencia de Islandia. Por cuenta de una alianza con Noruega y, luego, por líos de sucesión, Islandia terminó atada a la Corona de Dinamarca. Los daneses veían a sus muy lejanos parientes de Islandia como gente rústica, carentes del refinamiento que había en el continente, pero los islandeses tenían muchas cosas refinadas de las que los daneses carecían, como sus sagas, relatos de una gran calidad literaria, su parlamento, el Alþingi, fundado en el año 930 de la Era Común, sus glaciares y sus auroras boreales. En 1944, una amplia mayoría de islandeses votó a favor de la independencia y de la adopción de un régimen republicano. Al saber la noticia, el rey Christian X de Dinamarca le envió un telegrama al Alþingi felicitando al pueblo islandés por su decisión. De una compostura semejante carece Rajoy, responsable de haber enviado a la Policía Nacional y a la Guardia Civil a intimidar violentamente incluso a las abuelas independentistas.

Desde la Sabana de Bogotá, yo no soy nadie para decirle a quienes han nacido en Cataluña qué es lo que tienen que hacer, pero como individuo que reflexiona acerca de lo político sí quiero decirle a todos los que viven dentro de las fronteras del estado español (y también a los que en ultramar tienen un pasaporte del estado ibérico) que ellas no son inmutables y que no hay lazos que no se puedan disolver. Conviene tomar en cuenta, empero, que a lo largo de la historia los españoles no se han mostrado tan razonables como los daneses, como otras gentes que viven en latitudes más al norte o, para no ir tan lejos, como los ingleses. En efecto, dos años después de la victoria de George Washington en Yorktown, Inglaterra firmó un tratado de paz con Estados Unidos en el cual reconoció su independencia. España, por el contrario, se tomó muchísimos años para reconocer la nuestra: sólo lo hizo en 1881. Si la mayoría de los catalanes escogieran la suya, sería bueno que España no se tardara tanto.

El punto es, para volver a la discusión de principio, que nadie debe vivir atado a una entidad política de la cual no quiere hacer parte. Todo el mundo ha de tener el poder para decir, "Me quedo contigo porque así lo quiero" o "Hasta aquí llegamos juntos". Lo contrario es sacralizar unas fronteras que han sido establecidas, la gran mayoría de las veces, a la fuerza. Lo extraordinario de todos los referendos en los que los independentistas han ganado, y también de aquellos en los que han perdido, como en Quebec, es que mediante un acto voluntario se ha revisado una decisión que otrora fue impuesta de manera violenta.

Yo entiendo el espanto que le provoca a muchos estudiosos y políticos de Europa que se desate una ola de revisión de tantas fronteras hechas a punta de espada y de bayoneta. Una vez comenzado el proceso, es difícil saber dónde va a terminar pues Europa toda, detrás de su barniz de liberalismo y de democracia, es una casa hecha a punta de imposiciones muy patriarcales. Después de Cataluña, ¿quién sigue en la lista? Candidatos ya hay: Escocia, que hizo su referendo hace tres años y que podría volverlo a hacer; Bretaña, en Francia; Flandes, en Bélgica; el norte de Italia, como lo quiere la Liga Norte... en fin. El asunto ya no sería de principio sino de la más sorda conveniencia. Eso lo dejó claro el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker: "No me gustaría una Unión Europea que en 15 años tenga 90 y tantos estados". Pero, ¿por qué Montenegro sí y Cataluña no? No se le cae la cara de vergüenza ni a Juncker ni a otros como él porque siempre se procuran enredar la discusión con preguntas acerca de la viabilidad económica de Cataluña, una de las más viables regiones que ha tenido España.

En conclusión, sería deseable que el Gobierno español y el Gobierno de Cataluña pudieran llegar a un acuerdo acerca de las condiciones del referendo: cómo se harían los debates previos a la votación, cuánta gente tiene que concurrir a las urnas para declarar válido el resultado y cuál habría de ser la mayoría para que ocurriera la independencia. Cualquier otra cosa es alargar el drama y refrendar la violencia". Juan Gabriel Gómez Albarello, profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.


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RAFAEL SÁNCHEZ ARMAS

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