Aún no ha sido investido Mariano Rajoy, ni se conoce, aunque todo el mundo imagina, el ajuste duro y el marco sociolaboral y fiscal regresivo que prepara y que anunciará mañana, y ya sabemos que el PP, más allá de la crisis, que será de órdago, va a tener un enorme problema político con Cataluña y el País Vasco en esta legislatura. Y que ése, y no la crisis, va a ser al final su talón de Aquiles. La cuestión territorial española se va a repolitizar como nunca -esto se va a ir viendo- en un momento en el cual la Unión Europea es una caja de Pandora en la que por ahora gana la opción de que siga siendo una suma de estados, sin más cesiones de soberanía a Bruselas, lo que en España tendría un plus de efectos, y a lo que corriendo se sumó Rajoy. Artículo completo.

Vale que la democracia formal no sea la sustancia del sistema, pero también es cierto que sin formas se diluye la esencia. Por eso existen. Oponer un formalismo forzado a la constitución del grupo parlamentario de Amaiur es vulnerar lo esencial a golpes de arbitrariedad reglamentaria. En otras palabras, pisotear un derecho, que lo es de fondo por la cuota parlamentaria de los independentistas vascos; y de forma, porque no contraviene lo regulado, póngase como se ponga la mayoría PP en la respetable Mesa del Congreso. Artículo completo.

FRENTE NORTENORDESTE

Muchos vascos y catalanes no solo se sienten diferentes al resto de los españoles, sino se sienten superiores. Habitan las dos regiones más prósperas y desarrolladas de España. Seamos realistas: el contorno de los Estados es flexible. Las fronteras se mueven como resultado de las guerras, de la presión demográfica o de fenómenos políticos y sociales a veces irracionales. Suelen ser movimientos lentos, como suaves deslizamientos históricos, o rápidos e imprevistos, como sucedió con el divorcio entre checos y eslovacos, pero ocurren. Suceden, probablemente, porque en el seno de la naturaleza humana existe una secreta pulsión centrífuga que tiende a la dispersión y al caos: la entropía que dicen los físicos. Nadie, pues, debe llevarse las manos a la cabeza si percibe en España síntomas de fractura. Hoy se observa una clara línea de fisura en la región vasca y otra en la catalana. Y en la Europa actual ni siquiera es un fenómeno exclusivamente español. Gran Bretaña, que es también una vieja manta hecha de retazos diversos, tampoco está totalmente tranquila: allá en la distancia se escuchan unos –todavía débiles– tambores independentistas procedentes de Escocia. La verdad es que cada vez que España ha redefinido su Estado ha sido un parto doloroso. La entrada de los Habsburgo, a principios del siglo XVI, con el adolescente Carlos I –luego Carlos V de Alemania– llegado a reinar desde los Países Bajos, provocó una cruenta guerra civil en Castilla. Un buen segmento de la nobleza, del clero y la burguesía lo rechazaba. El muchacho ni siquiera hablaba español –su lengua era el francés– y venía rodeado de consejeros flamencos. Sí, era nieto de Isabel y de Fernando, pero era un extraño arrogante y mandón. Algo parecido, pero mucho más grave, sucedió dos siglos más tarde cuando los Habsburgo fueron reemplazados por los Borbón. De nuevo un extranjero, Felipe V, un francés nieto de Luis XIV, llegaba a reinar, y otra vez se desató la guerra, pero ahora a escala planetaria y con más de un millón de muertos en los campos de batalla. Los libros de historia, algo engañosamente, insisten en que la España moderna surgió a fines del siglo XV, con el matrimonio de Fernando e Isabel y la desaparición del último Estado musulmán de la península, el Reino de Granada. Pero esa es una verdad a medias. Algunos de los reinos medievales españoles conservaron sus leyes, lenguas y monedas propias –el de Navarra no desapareció oficialmente hasta 1841– y siempre, en alguna región, aunque fuera en el seno de una pequeña minoría, hubo una cierta inconformidad con la existencia de un centro unificador de donde emanaban la soberanía, la autoridad y los cánones culturales. Gente que, por las razones que fueran, generalmente lingüísticas e históricas, no se sentían parte de España, sino de una nación local y distinta a la que identificaban con la patria verdadera, injustamente sojuzgada. Seguramente, el 90 por ciento de los españoles no desea la secesión de Cataluña o de las Vascongadas, pero esa proporción varía sustancialmente cuando solo se les pregunta a los habitantes de estas dos regiones de España. Aparentemente, la mitad de los vascos y 30 de cada 100 catalanes preferirían poner tienda aparte, pero en ambos grupos la tendencia a la ruptura parece ir en aumento. ¿Por qué? Se escuchan argumentos de todo tipo, se desempolvan viejos agravios ciertos o inventados, pero la verdad monda y lironda es que estamos ante un fenómeno de resurgimiento nacionalista que, al margen de elementos y componentes históricos realmente diferenciadores, se alimenta de dos copiosas fuentes originadas en lo profundo de la psiquis. Por una parte, no hay duda de que existe una oscura emoción tribal que funciona como cohesivo del grupo separatista y lo impulsa hacia la creación de un Estado independiente. Y, por la otra, muchos vascos y catalanes no solo se sienten diferentes al resto de los españoles, sino se sienten superiores. Habitan las dos regiones más prósperas y desarrolladas de España, y los independentistas catalanes y vascos atribuyen ese mejor desempeño a unas virtudes muy especiales que, supuestamente, no están presentes con la misma intensidad en el resto de España. Creen ser más serios, educados, trabajadores, emprendedores y confiables. Para estos grupos, probablemente equivocados en el análisis económico de las consecuencias de una separación, la vinculación al Estado español es un ancla que no los deja alcanzar un mejor destino. A quien gobierne en Madrid le resultará muy difícil enfrentarse exitosamente a este fenómeno. La Constitución no contempla el supuesto de la independencia de sus regiones –que gozan, por cierto, de una amplísima autonomía–, y ni siquiera se prescriben fórmulas para discutir el asunto. Sin embargo, el problema está ahí y hay que abordarlo. Una manera de hacerlo es variar la legislación y admitir la posibilidad de la secesión, como sucede en Quebec con relación a Canadá, con la esperanza de que la existencia de esa posibilidad, paradójicamente, alejará la tentación de una independencia que, en rigor, no le conviene a nadie. La otra, es aferrarse al texto constitucional y a la voluntad del conjunto de los españoles y reprimir vigorosamente a quienes vulneren las leyes. En principio, me parece que la primera opción es la menos mala. Pero quién sabe. Quién sabe. Carlos Alberto Montaner Suris.

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RAFAEL SÁNCHEZ ARMAS

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