Dos millones de iraquíes se han refugiado en ese país huyendo de la guerra. No hay tiendas de campaña ni niños descalzos chapoteando en el fango. Al Qudsiya y Dahya al Qudsiya parecen dos ciudades dormitorio más de las afueras de Damasco. Pero sus habitantes no son sirios, sino iraquíes cargados de dramas personales. "He gastado los ahorros de mi vida. ¿Cómo voy a mantener a mi familia a partir de ahora?", se pregunta Hassan Hassan, uno de los dos millones de iraquíes que han encontrado refugio en Siria y perdido la esperanza de volver a su país. La ONU se queja de falta de fondos para atenderles. El Gobierno sirio teme que su hospitalidad les anime a quedarse para siempre.
Como la mayoría de los iraquíes que han huido de la violencia, los Hassan eran una familia de clase media. El padre, farmacéutico formado en el Reino Unido, Italia y Suiza, regentaba una botica en Ciudad Sadam. "Hasta que en 2003, en el desorden que siguió a la llegada de los americanos, unos desconocidos la ocuparon y la quemaron", rememora como quien habla de un suceso ya muy lejano. Hassan, que hoy tiene 61 años, no desesperó. Sabía que su experiencia como investigador le abría nuevas puertas en un país en el que todo estaba por hacer y se concentró en sus clases en la universidad.
"Quería ayudar a reconstruir mi país y seguí investigando, pero a partir del atentado de Samarra de 2006 empecé a recibir cartas con amenazas", relata mientras muestra su última publicación con el Ministerio de Sanidad. Al principio no hizo caso. Aunque es suní, está casado con una chií y eso le hacía sentirse a salvo de la guerra sectaria.
Su confianza se quebró la noche en que varios enmascarados, presuntamente del Ejército del Mahdi, llamaron a su puerta para llevárselo. "Me salvó mi mujer", confía aún admirado por la valentía con que se interpuso ante ellos, les convenció de que estaba enferma y de que ella misma se encargaría de entregarle a la mañana siguiente. Antes del amanecer, Hassan huyó a casa de su hermana y desde allí a Siria. Cuatro días después, se le unían su mujer, sus tres hijas, su yerno y sus dos nietos. Como otros habitantes de esta nueva Bagdad en que se ha convertido Al Qudsiya, pensaron que sería temporal.
Dos años más tarde, la situación no tiene visos de solucionarse. Los hornos de pan iraquí, las tiendas con nombres como Adhamiya o Al Iraqi, y los coches con matrícula de Bagdad que jalonan esa barriada damascena, transmiten cualquier cosa menos provisionalidad.
Hassan está buscando una salida para su familia. "Siria ha sido muy generosa con nosotros. Vinimos aquí porque era el único país que no nos pedía visado. Mis hijas van al instituto y nos atienden gratis en los hospitales, pero no tenemos permiso para trabajar y necesitamos un empleo para vivir y poder rehacer nuestras vidas", explica tras confiar que gana algún dinero como consultor de forma extraoficial.
"Es un problema para nuestro Gobierno", admite la ministra siria de Trabajo y Asuntos Sociales, Diala Alhaj Aref. "Sólo podemos dar permisos de trabajo en especialidades en las que tenemos carencias porque también nos presionan nuestros propios parados".
Con un desempleo oficial del 8 por ciento, y que otros cómputos elevan al 16 por ciento, Siria no está en condiciones de abrir su mercado laboral a los dos millones de iraquíes que, según Aref, ha acogido en estos cinco años. "Es un esfuerzo enorme; de repente ha aumentado la población un 10 por ciento y nos hemos visto obligados a repartir los recursos presupuestados para 20 millones entre 22", señala la ministra, que se queja de la falta de ayuda internacional.
Pero lo que más teme Siria es que, como ocurriera con los palestinos que acogió en 1948, los iraquíes se queden para siempre. Por eso oficialmente no se les denomina refugiados, sino invitados. "Llamarles de ese modo significaría admitir que están aquí para largo, eso no es lo que ellos quieren. Vinieron a Siria no sólo por nuestra política de puertas abiertas, sino porque les permite estar cerca de sus casas. Hay que encontrar una solución para su país", explica Aref.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), António Guterres, reconoció durante una reciente visita a Damasco que "la ayuda internacional para los iraquíes refugiados no ha estado a la altura de los retos que afrontan los países receptores". Aunque esa agencia de la ONU sólo tiene registrados a 153.516 iraquíes en Siria, sus portavoces estiman que rondan el millón y medio, lo que le convierte en el tercer país en número de refugiados por habitante (35 por 1.000). Hasta la exigencia de visados a mediados del pasado septiembre, el paso fronterizo de Al Tanf recibía una media diaria de 2.000 iraquíes. A finales de enero se habían reducido a 1.200.
Más allá de las cifras, el problema es el creciente empobrecimiento de los refugiados, que poco a poco van agotando sus ahorros. La última distribución de alimentos de la ONU vio desbordadas sus previsiones de atender a los 145.000 identificados como más vulnerables. "Ahora debemos prepararnos para la próxima distribución, pero no tenemos los recursos suficientes", lamenta la representante del Programa de Alimentación Mundial en Siria, Pippa Bradford.
Hassan duda de la utilidad de haberse registrado. "Sólo han repartido algunas mantas. Yo llevo esperando seis meses para que me contesten a mi solicitud de reasentamiento en Canadá. No les pido caridad, sólo una oportunidad para trabajar y sacar adelante a mi familia. Y mientras tanto que EE UU nos dé nuestra parte de los beneficios del petróleo", concluye con amargura.
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