MILLARES DE COLOMBIANOS ENTERRADOS SIN IDENTIFICAR
DESENTRAÑANDO LA VERDAD DE LA GUERRA
MEMORIA HISTÓRICA DE LA GUERRA
A veces me levanto con la imagen viva de esa niña y de esos cadáveres. Entonces, pienso en quienes creen que la guerra es una buena salida a nuestros problemas. Ellos no saben de qué hablan, ignoran el sufrimiento y los pleitos de otros. Y viajo a diciembre de 1998:
La pequeña de siete años está tendida en el piso, bocarriba, en un rincón de la morgue. Luce un vestido de boleros, de falda corta, y aunque su rostro comienza a ponerse morado ella parece estar viva aún. Minutos después llegan hombres sudorosos e impacientes que entran y salen del cuarto, inundado por el olor a formol y a sangre seca. La tarde la han gastado en apiñar los cuerpos de los paramilitares muertos. Aquella niña, atravesada en el abdomen por una bala de fusil, se extravía entre la montonera lúgubre.
A medida que llegan los últimos cadáveres de un caserío llamado El Diamante, el cuerpo de la pequeña es llevado de un lado a otro. Es posible seguirle el rastro porque su intestino delgado, arrastrado al exterior por el proyectil, se estira por el piso cada que ella es removida. Sobre la baldosa deja un hilillo de baba visceral que se seca, que se evapora con el calor de la tarde de Tierralta.
Sobre una de las planchas de granito de la morgue reposa el cadáver de un combatiente, apenas mayor de edad. Lleva puesta una camiseta camuflada de campaña y no tiene pantalones. Sus enemigos le cercenaron los genitales y la cabeza, que está puesta al lado, parada en el cuello, que le sirve de base. El rostro exhibe una mueca de terror que debió congelarse justo cuando la víctima vio venir contra su cuello el machete del verdugo.
A lo largo y a lo ancho, la humanidad del paramilitar está cruzada por surcos hechos a cuchillo. No son hondos ni superficiales. Están hechos a la medida de un experto en tortura que no quería hacer entrar a su enemigo en choque, hasta anestesiarlo, ni tampoco hacerle cosquillas con los rayones del puñal. Los cortes en la piel revelan un dolor calculado y aterrador. Durante unos segundos, imagino la escena: este muchacho y otros paramilitares sometidos por los guerrilleros que quieren saber dónde está Carlos Castaño, el jefe.
Al día siguiente estoy allí, en el campamento del cerro Tolová, de paso por la realidad que construía en la mente: en una cuneta, en la última curva del camino que llega al cuartel del jefe paramilitar, yace otro cadáver. También lleva pantalón camuflado y camisa verde oliva. Está hinchado y maloliente. A 50 metros, en lo alto del cerro rodeado por un pasto quebradizo, terminan de arder las paredes de madera de una construcción alargada. Por todos los flancos se elevan columnas de humo a punto de extinguirse.
El hombre que nos guía busca afanosamente a su hermana y a su esposo, que eran los cocineros del campamento. Los encuentra en un despoblado contiguo, muertos y algo descompuestos. A ellos también los alcanzó la fusilería furiosa de los francotiradores atacantes.
En la balacera que dio inicio a la ocupación guerrillera al poblado donde Castaño tenía su cuartel central, un tiro hecho en el combate atravesó las tablas del rancho donde estaba la pequeña a la que le acaricio el cabello brevemente, para no despertarla del sueño profundo en que la veo: el de un ángel marchitado por el fuego de la guerra.
Son miles de civiles indefensos los que han sufrido las tropelías de esta guerra, en especial durante los últimos 15 años. Aunque algunos discursos oficiales intentan borrar a fuerza de retórica la existencia del conflicto armado interno, los hechos y la realidad son avasallantes. Viajo en la memoria a julio de 2000:
El paramilitar que está parado en el pico del cerro usa un alias que impresiona: Veneno. Sus piernas largas y corvas tienen la figura de unos alicates. Nos dice, muy severo, que no podemos avanzar más. Es curioso, el sitio donde se encuentra, en medio de las crestas de la Serranía de San Lucas, es llamado por los campesinos Notepases.
Mientras él impide que lleguemos a Vallecito, el poblado que redujeron a cenizas y escombros los paramilitares, vemos a sus compañeros que ascienden del otro lado del cerro con una bicicleta de niño, una estufa, una nevera, un tocadiscos e instrumental médico. Los arruman en un potrero al que llega un helicóptero blanco para evacuar a los "paras" y su botín de guerra.
Veneno rasca el gatillo del fusil con la uña larga del dedo meñique. Se ríe y le dice a un compañero que suelte una ráfaga de disparos de ametralladora M-60 para que zumben por el valle. El traqueteo los divierte.
Sortear el retén de Veneno nos resulta complicado. Debemos caminar un día y medio más por otras trochas que controlan las Farc y el Eln. Primero, "los farianos" les encargan a dos de sus milicianos que nos lleven a un poblado donde nos entregan a un veterano de 60 años, un viejo combatiente "eleno" que tiene habilidades de conejo y nos pone un paso insufrible.
Atravesamos bosques, quebradas y ríos. También un cultivo del que tomo una hoja de coca para paliar el cansancio, según me aconseja un campesino, pero que al final solo me produce mareo y la sensación cierta de que la cabeza me va a estallar.
Unas 30 horas después estamos en El Diamante, un caserío enclavado entre las breñas de la serranía, contiguo al río Santodomingo. Allí está refugiado el 70 por ciento de los desplazados de Vallecito. Aún hay niños perdidos que huyeron al monte durante la incursión de los paramilitares. Algunas mujeres tiemblan y lloran.
Al día siguiente caminamos a Vallecito, adonde no querían dejarnos llegar Veneno y su gente. Tres marranos, tres mulas, cinco pollos y una gallina recorren los potreros recién regados a bala. Los techos de madera de las casas terminan de arder. Los paramilitares dejaron su mensaje en las paredes: fuera guerrilleros, llegamos para quedarnos, esto es nuestro. No hay campo para los dos.
Un campesino que con el ataque vio desaparecer 20 años de trabajo y sudor, advierte que los perdedores son los civiles y no los guerrilleros. Si la gente sale a un pueblo grande, a reclamar ayuda, estará "muerta o muerta de hambre". Entonces, el labriego me alecciona y me remata: "los guerreros de lado y lado dicen que quieren una patria libre, pero no nos han dicho si es que la quieren libre de campesinos".
Ahora el país ya sabe que la gente no exageraba: miles de personas fueron desaparecidas, enterradas en fosas comunes, arrojadas a ríos y abismos, descuartizadas. Yo lo sabía desde siempre porque en varias oportunidades me tocó ser testigo de excepción. Como en aquel abril de 2001, que aún recuerdo:
A la morgue del municipio de Timba, en el departamento de Cauca, se arriman las viudas y los huérfanos. Quieren escuchar los nombres de las víctimas, tal vez los de sus esposos, tal vez los de sus padres. A ellos ahora todo les falta. Lo único que les sobra es llanto.
Sus casas y sus vidas familiares quedaron abandonadas a trece horas de camino: dos en un campero destartalado y once a pie o en mula. El camino al caserío de Río Mina es tan, pero tan bestial, que basta una frase de los campesinos para imaginarlo: "al sitio El Placer los paramilitares del Bloque Farallones de las Auc llegaron tan cansados que no tuvieron alientos para matar más".
Acabo de sufrir ese camino con Manuel, mi reportero gráfico. A las tres horas de viaje se nos acaban el Gatorade , las galletas wafer y los bocadillos. Nos toca empezar a beber el agua que chorrea por entre las rocas y el musgo. La acumulamos en hojas encorvadas y viene un traguito y otro traguito.
Un indígena y campesino que prometió llevarnos nos alcanza con sus vecinos, después de seis horas de camino sin parar, en el sitio El Restaurante. Allí alimentan las mulas con melaza y salvado, los revuelven en una caneca metálica de químicos para hacer pasta de coca. Y otra vez a caminar, a trotar para que no nos cubra la noche por esos caminos culebreros, rodeados de abismos.
En las ramas de los arbustos veo la ropa de algunas víctimas. Está hecha jirones por los forcejeos y los machetazos. La Fiscalía, con base en sus exhumaciones, contará días después 34 muertos. Pero las víctimas de la masacre del Alto Naya aún sostienen que los asesinatos pasaron de 90.
Después de caminar once horas, apenas sí tenemos tiempo de hablar con la gente, que está ayudándoles a los forenses del CTI a desenterrar cadáveres que son evacuados en camillas hechas con palos y plásticos, y luego en un helicóptero prestado por la Gobernación de Antioquia. Los caminos huelen a muerto. Es un olor pegajoso que tardará días en desaparecer de mi nariz y mi mucosa.
A lo largo del camino, en los altos de Palo Solo y Sereno, tropezamos con cadáveres envueltos en bolsas, decapitados. A la morgue de Timba también llega una menor con las manos cercenadas. "Apenas con los zoquitos -me describen los campesinos-".
Amanecemos en la única cama que queda armada en el pueblo. A menos de un kilómetro, a las siete de la noche, unos guerrilleros jóvenes y asustadizos espían nuestros movimientos. Si supieran que sentimos más miedo que ellos, que tuvieron a algunos de los secuestrados de la Iglesia La María.
A las cinco de la mañana del día siguiente (jueves 19 de abril de 2001) remontamos aquella trocha imposible que doblega a las mulas. Mientras camino, me digo: ¿qué odios tan poderosos hacen que 200 hombres lleguen aquí a matar a otros, con los pies hechos llagas y sus manos ampolladas de blandir los machetes?
Los que hacen la guerra siempre mienten. Todos. Lo he constatado. Dicen respetar a los civiles, a los indefensos, a los pobres. Dicen que no asesinan a hombres desarmados. Dicen que no matan mujeres ni niños. Pero ese discurso se diluye en la sangre de sus víctimas. Aún veo, en abril de 2001, un mar rojo sobre el que flotaban hojas de cuadernos escolares:
Por el radio de comunicaciones, el jefe de la escuadra de las Farc, al que llaman "Manteco", les dice a varios de sus hombres que están más arriba: "téngame el ganado encerradito, que en un rato hacemos chicharrón".
El "ganado" al que se refiere lo forman 32 personas atrapadas en un salón de clase de la escuela de Alto San Juan, en San Pedro de Urabá.
El temible "Manteco" está ocupado en un combate con paramilitares, cinco kilómetros más abajo. De él, la gente de Urabá dice que es como el diablo, porque espanta en todas partes. Parece tener el don de la ubicuidad. Sale por Dabeiba, sale por Puerto Valdivia, sale por Juan José, sale por Mutatá. Se atraviesa el Nudo del Paramillo y sus tres serranías (Abibe, San Jerónimo y Ayapel) como si fuesen un bosquecito de universidad.
Cuando llega al lugar, su segundo al mando ya ha dejado ir a 26 lugareños. "Se condolió de nosotros", me relata después un labriego.
Entonces, a los tres cultivadores de coca y a los tres agricultores que quedan los dejan entre las paredes del aula. Por las hendijas de la madera tallada, cuatro guerrilleros abren fuego con sus fusiles. Los hombres corren como ratones acorralados hasta caer doblados por las balas. "Esto es de nosotros, ¿a ver quién se enoja?", gritan a los cuatro vientos.
La gente, escondida entre el monte, escucha los disparos, los lamentos y las advertencias. Así pasa oculta dos días y medio, como Juan Evangelista Bedoya, de 54 años, que sale cuando nos ve llegar el sábado 28 de abril. "Periodista, como no sabíamos quiénes eran ya nos íbamos a esconder otra vez".
Sus nietos están flacos de comer raíces y plantas y en la piel no les cabe una picadura de mosquito más.
Para llegar a ese paraje, nos levantamos a las tres de la madrugada. Salimos a las cuatro por un camino sinuoso de barro rojo que lleva al caserío La Culebra. Un sacerdote de la región nos cedió su campero y su conductor. Dos horas después se agota la carretera veredal y debemos caminar otras dos horas. Nos adentramos en la Serranía de Abibe mientras vemos revolotear a los gallinazos reales, de cuello blanco y cresta roja, en las copas de los árboles.
Ahora observo a Juan Evangelista secarse las lágrimas con una toallita que usa para correrse el sudor de la frente. Abandona las siete hectáreas de su parcela de maíz y arroz y deja 25 años de historia metido en la montaña. Doy diez pasos y me acerco a la escuela. Por la madera tallada de las ventanas veo el tablero y las notas en tiza: "carro, ropero, cáscara, cangrejo, cocoterito, granada, agropecuario".
Miro el piso, bañado en sangre, y las hojas de cuadernos revolcadas por aquellos hombres encerrados como animales. Imagino la orden, con un guiño, para que comiencen "a cortar el chicharrón humano", a plomazos.
En la cobertura de nuestro conflicto armado ha sido muy difícil que medios y periodistas tengan un punto de vista propio. Somos blanco de diversas presiones oficiales y también de amenazas de los grupos armados ilegales. O nos convertimos en una jauría que sigue funcionarios y oye lo mismo, ve lo mismo, pregunta lo mismo y narra lo mismo.
La principal recomendación que nos hizo a sus alumnos Ryszard Kapuscinski (el mejor reportero de guerra de todos los tiempos), en un taller en marzo de 2001, en México, fue que no nos quedáramos atrapados en los lugares donde se entregan los partes de guerra: las afueras de los hospitales, las salas de recibo de las fuerzas armadas oficiales o los campamentos de los grupos insurgentes. Aquel martes 21 de mayo de 2002 yo me tomé sus consejos muy a pecho y resultó duro, muy duro:
A las diez de la mañana, la prensa está concentrada en la Unidad Intermedia del barrio San Javier, en la comuna 13, al occidente de Medellín. Un helicóptero militar sobrevuela la zona y escupe algunas ráfagas de intimidación. La Policía, el Ejército, el DAS y la Fiscalía tienen acordonada la zona. Desde arriba, en las colinas cubiertas por ranchos de madera y de adobes desnudos, los francotiradores de las milicias repelen la avanzada de la Operación Mariscal.
La gente llega al hospital con los heridos y muertos colgados en sábanas que sirven de camillas improvisadas. Todos están salpicados de sangre. Entonces, pienso en el maestro "Kapu" y le digo a Henry Agudelo, el fotógrafo que me acompaña, que salgamos de allí para ser testigos del combate desde otro lado. Nos vamos con el conductor que solo puede llegar siete cuadras abajo de la Iglesia de Las Bienaventuranzas. El traqueteo de los fusiles, ya muy cerca, asusta.
Llegamos a la línea de fuego imaginaria a partir de la cual los soldados no cruzan. Me quito mi camiseta blanca y se la entrego a Henry. Yo me quito la camisa, también blanca, y le digo a Henry que las mantengamos arriba y que nuestras manos se vean desarmadas, para que los milicianos no nos metan un tiro entre ceja y ceja.
La zona es un hervidero. La balacera no para. Y la gente nos sube a la terraza de una casa para que seamos testigos de excepción. "Mire, periodista, nos están masacrando". Veo a un grupo de niños correr hacia la línea de fuego oficial y uno de ellos cae herido. Henry hace la fotosecuencia con su cámara.
La falta de planeación del operativo y la resistencia de los milicianos a dejar la zona ponen a los civiles en medio del fuego cruzado. Luego, con Orión, finalmente las fuerzas oficiales coparán esos barrios. Pero en este momento, yo estoy en la terraza sintiendo que nos zumban las balas y me digo: "maestro 'Kapu', no es tan fácil tener un punto de vista propio, pero es mucho mejor que sentirme un loro que repite, con su traje verde".
Gravita sobre los periodistas que cubren el conflicto armado colombiano el peligro de terminar amenazados, secuestrados o muertos. O las tres posibilidades juntas. Pero ese riesgo no solo lo corremos los nacionales sino también los corresponsales extranjeros. A ellos, algunas veces, en la paranoia de la guerra, la insurgencia los considera parte de redes secretas de espionaje de la DEA o de la CIA. Así lo viví en julio de 2001, en el nordeste antioqueño:
Stephen Ferry, fotoperiodista estadounidense a quien tengo en especial estima profesional y personal, me llamó y me dijo que quería ir conmigo a una masacre ocurrida por esos días en la vereda Cañaveral, entre Segovia y Remedios.
Unos 100 paramilitares obstruyeron la vía en la zona, quemaron la cooperativa de plataneros y después fusilaron a 16 arrieros que se encontraron en los caminos y en los umbrales de las casas.
Viajamos al mediodía de ese martes 10 de julio. En Segovia, un sacerdote manso y servicial nos puso al tanto del terror que embargaba a los lugareños tras la matanza paramilitar. Al día siguiente, el padre nos permitió viajar con él a visitar a la comunidad.
Stephen es un reportero fogueado, en Time, National Geographicy Newsweek y ganador de premios mundiales. Ahora me acompañaba con mi reportero gráfico Róbinson Sáenz. A la gente en Cañaveral le dolía el confinamiento al que la sentenciaron las autodefensas, pero le dolía más que no hubiesen dejado salir a Abigail Úsuga, una vecina embarazada, a recibir atención y que murió con su criatura a tan solo dos horas de un centro médico.
Cuando nos encontrábamos en el caserío, al mediodía del miércoles, avisté en lo alto de una colina a un grupo de 200 hombres que avanzaba con morrales de campaña y su fusilería atenta. Era una compañía del Eln que se instaló en el caserío. Algunos guerrilleros se pusieron a jugar billar y otros escudriñaban el área y preguntaban por la masacre del fin de semana.
A las dos de la tarde, el jefe de la escuadra hizo un anuncio que nos dejó helados: "ustedes dos (Róbinson y yo) se pueden ir, pero él (Stephen) se va con nosotros". Me alcancé a imaginar a Ferry caminando por esas montañas de una humedad tormentosa, secuestrado por meses. El jefe insurgente le pidió sus documentos, le preguntó qué hacían sus padres y remató: "no, señor, nos lo llevamos para hacerle unas pregunticas"...
Me vi obligado a interceder, me sentía responsable y me llené de una firmeza arriesgada. Le dije al guerrillero: "de aquí no me voy sin Stephen. Usted verá qué hace". Él se molestó. Y yo le agregué: "solo le pido que envíe este mensaje por radio a sus superiores (era sobre las calidades de Stephen)".
Dos horas después, nos contactaron por radio con alias Samuel, quien se disculpó. Y nos dijo: "es que está entrando mucho gringo de inteligencia y, si nos toca, aquí los dejamos". ¡Los riesgos que se corren por andar buscando la verdad y una foto!
Además de los intereses económicos y políticos que alientan los conflictos armados, de las brechas que están abiertas en el terreno de las ideologías y de los modelos de Estado, hay un veneno que enferma a quienes hacen la guerra: el odio. Se lo inyectan tras los episodios de sufrimiento que les causan sus enemigos o lo beben mezclado con las órdenes de sus superiores.
Lo pude sentir la mañana y el mediodía del martes 6 de agosto de 2002:
El paramilitar pasea su cuchillo de combate por el pecho y luego por la yugular del guerrillero que sus compañeros acaban de capturar. Está herido de bala en el codo y la rodilla. Lo descubrieron escondido entre los matorrales que bordeaban una quebrada aledaña al caserío Guadual, en Valencia, Córdoba. Johny, el jefe de los "paras", saca un fajo de billetes de 20.000 pesos y le ofrece dos millones por entregar (desenterrar) su fusil y cambiarse de bando.
Es un guerrillero de 20 años al que apodan Pocillo, porque le falta media oreja derecha. Él hacía parte de las cuatro compañías insurgentes que atacaron un campamento de las Auc en la zona, bajo el mando del dolor de cabeza de los paramilitares en el Nudo de Paramillo: alias Manteco.
Manteco, un guerrillero curtido en la guerra, gritaba por el radio: "¡Deles que están pichones todavía!". En la incursión las Farc mataron al jefe de los paras: alias El Cóndor o David.
Por eso hay tanta rabia en los rostros de los 50 combatientes que rodean a Pocillo sedientos de venganza. Es la primera vez y probablemente la última en mis años de reportero que presencie la captura de un enemigo en vivo y en directo. A los "paras" les hierve la sangre igual que a los guerrilleros cuando hablan de los "chulos" (la milicia oficial).
A Pocillo se suma un menor de 14 años que otros paramilitares capturan. Él dice que la guerrilla lo retuvo con su recua de mulas. Pero al final, sometido a tanta presión, "canta". Un "para" delgado y moreno se ofrece: "yo cogí a ese hijueputa, yo lo pelo". En silencio, apenas trato de descifrar tanto odio.
Con Jaime Pérez, el reportero gráfico que me acompaña, salimos en dos "mototaxis" desde Valencia y logramos llegar cuando aún no han terminado las operaciones. Es el fragor de una guerra sobre la que me hago tantas preguntas cada vez que salgo, cada vez que veo sus muertos y su destrucción.
Los paramilitares más jóvenes alcanzan a contarme de una guerrillera que se paró en el combate sobre un montículo. Les voleaba un trapo blanco con una mano y con la otra disparaba el fusil. No pudieron derribarla. "Esa vieja estaba rezada, hermano. Pura bruja. Ninguno le daba".
Los campesinos de la región también me cuentan que un guerrillero les despellejó las plantas de los pies a los "paracos" caídos. "Eso es para que los muertos no den pasos y no los persigan en las noches, cuando duermen".
Veo a la escuadra paramilitar con sus prisioneros convertidos en trofeos de caza. A mí, hoy, solo se me ocurre pensar cuándo será que con Nuestra Paz se van al olvido los recuerdos de esta guerra. Carlos Alberto Giraldo Monsalve
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AGENCIA BK DETECTIVES ASOCIADOS